María Teresa León Goyri fue una escritora española de la Generación del 27 y mujer de Rafael Alberti, que durante la Guerra Civil fue secretaria de la Alianza de Escritores Antifascistas, órgano promotor de la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico.
Lorca, María Teresa y Rafael Alberti.
María Teresa León con la Orden de Toledo (tomado de https://toledoolvidado.blogspot.com/2008/09/la-orden-de-toledo.html ).
Un capítulo de su libro “Memoria de la melancolía” relata un suceso bastante conocido relacionado con La Orden de Toledo. Me refiero al incidente que tuvo Buñuel con cadetes de la Academia de Infantería por realizar comentarios ofensivos a María Teresa de León. A continuación de este suceso narra su paso por el frente toledano realizando una descripción del traslado de obras de arte y el intento de voladura de un puente en el entorno de Talavera, que por la descripción se refiere al puente de ferrocarril sobre el río Alberche en Talavera.
Portada de “Memoria de la Melancolía”
Paco Ciutat, oficial de Estado Mayor, me dijo: «Vengo a advertiros que el frente franquista avanza y que el nuestro puede romperse de un momento a otro. Hemos perdido Oropesa. Debéis hablar con la Junta de Incautación del Tesoro Artístico. Si defendemos Toledo, no quedarán más que ruinas y hay tanto que salvar allí...».
Claro que me dirigí al convento de las Descalzas Reales, sede de la Junta. El decreto creándola decía así: «Ejercerá la protección en nombre del Estado sobre toda obra, mueble e inmueble, de interés artístico, arquitectónico o bibliográfico que en razón de las circunstancias anormales se encuentre, a su juicio, en peligro de ruina, pérdida o deterioro».
Hoy miro conmovida la fecha: 25 de julio de 1936. La República no perdió el tiempo en eso de defender el patrimonio común, pues Franco se había sublevado el día 18 de ese mismo mes. Yo no fui a la Junta sino para advertir lo que me habían dicho y, sin embargo, sobrecargados de trabajo como estaban, sus dirigentes me pidieron que fuera a ver lo que podía hacerse para trasladar a Madrid el tesoro de Toledo.
¡Toledo en guerra! Puede que el encontrar otra vez ese viejo destino suyo la volviese más hermosa aún. Nos fuimos acercando a ella entre el rodar de camiones militares y el mulo o el burro o la yunta de bueyes arrastrando el arado que dejaban en aquella guerra nuestra, tan entrañablemente popular, su regusto de vida campesina. Por segunda vez, desde que empezó la guerra, subíamos las callejuelas de la ilustre ciudad, encontrándolas más blancas, como lívidas, como cambiadas. ¿Dónde estarían aquellos toledanos y toledanas que nos protegieron de las iras de los cadetes? Todo estaba como entonado, cerradas las iglesias, la catedral... Las llaves están en el Gobierno Civil. El gobernador se llamaba De la Vega y no permitía que nadie tocara nada ni que se limpiara el polvo de nada ni que ningún técnico se le acercara para decirle cómo debían trasladarse a otro sitio los tesoros incalculables de Toledo. ¿Pero no oye? ¿Son o no son disparos? Pues si son, mejor sería... Y ese avión rebelde ¿puede o no puede tirar bombas? ¿No me oye? ¡Pobre! Movía la cabeza y firmaba bandos pidiendo a la población que se alejase y órdenes prohibiendo la salida de los tesoros artísticos. El pretexto que a mí me dio, a pesar de demostrarle los destrozos que la batalla del Alcázar había causado al museo, era que el excesivo amor del pueblo toledano a sus cosas pondría en grave riesgo al gobernador que consintiese que de allí se sacase algo.
Y me mandaron a un lugar que no sé cuál era exactamente. En él estaban algunos hombres de buena voluntad ayudando a un gran especialista húngaro, Malonay. Claro que antes de verle vi el retrato del cardenal Tavera con la cabeza separada del tronco por un tijeretazo. ¿Y esto?, grité. Un miliciano que allí hacía guardia con un fusil entre las piernas me aplacó mansamente: «María Teresa, no te pongas así por un cura». Bajé los ojos. ¿Cómo podíamos nosotros reclamar respeto por el arte si nadie les había enseñado que existía esa palabra? Pregunté, bajando la voz: ¿Sabes leer? Me contestó, riéndose: No he tenido tiempo, la siega es tan larga... ¡Toledo en guerra!
Yo soy quien cuida la oveja,
yo soy quien carda la lana,
para hacer buenos colchones
mientras yo duermo en la paja
De allí pasamos a Santo Tomé. En esa iglesia estaba siempre quieto en su altar un cuadro famosísimo del Greco: El entierro del conde de Orgaz. ¡Qué inmenso pareció a nuestras posibilidades aquel día que le pedíamos humildemente permiso para tocarlo! Repetíamos. Es para protegerlo. Y el gobernador nos contestaba: «No es posible, no es posible». ¿Y los grecos de la catedral? Encerrados, donde estaban, sin que nadie los haya tocado... ¿Y las llaves? Son tres y las tienen tres canónigos..., digo, tres camaradas. Pero ¿no oyes el tiroteo? ¿No te das cuenta de que el mundo entero se apoya en estos errores nuestros para decir que somos unos salvajes y que vendemos y quemamos las obras de arte? El pobre hombre, desconsolado, creo que deseando morirse, bajaba la cabeza. No se puede, no se puede, y, además, ¿cómo lo haríamos pasar por la puerta? Tenía razón. Qué enorme nos pareció el cuadro en aquella luz de catástrofe.
("Iglesia de Santo Tomé, cerrada por seguridad"
No Psaran! Ispania, Tom II.
Tomado de www.icp.org/browse/archive/objects/no-psaran-ispania-tom-ii)
Nota: A pesar de que Ilia Ehrenburg escribe al pie de página que es la iglesia de Santo Tomé, los elementos decorativos de la puerta fotografiada con la actual no coinciden).
Salimos de Santo Tomé. Sólo más tarde supe que Malonay había cubierto el cuadro del Greco con sacos terreros, tendiéndolo sobre las losas de la iglesia. ¿Quieres ver el Alcázar?, dijo alguien, y nos dirigimos hacia allá. De pronto, la guerra.
Hoy me basta cerrar los ojos para ver aquel Toledo que dejaba caer casas destruidas hacia el Tajo. Toledo se despeñaba hacia el río, hacia ese lugar que llaman el Baño de la Cava, pero nada coincidía con nuestra alegre imagen de antes. Todo había cambiado. Ya no sentíamos la misma alegría de cofrades de la Orden de Toledo aunque la Sagra se extendiese ante nuestros ojos. No nos importaron, de pronto, las obras de arte ni los campanarios ni la catedral ni nada. La guerra nos había agarrado por los cabellos: «Mira», nos decía. Justo al alcance de nuestros ojos estaba un automóvil destrozado y, contra el suelo, muerta, una muchacha que nadie se había atrevido a recoger. El Alcázar, ceñudo y feo, resistía los balazos que los milicianos le enviaban y contestaba con paciencia y mala intención. Me dijeron: «Ahí se han metido, arrastrando niños y mujeres. Dicen que se les oye llorar». De pronto, llegó un miliciano gritando: «¡Orden de que ataquemos!». ¿Ahora?, murmuraron los otros. Ahora, insistió el muchacho. Ninguno se movió. Sentí una pena tremenda. ¿Por qué no vais? Me miraron con sorna, como se mira a una mujer que no entiende. Murmuré: «Es la guerra». Hablas así porque eres mujer. ¿Mujer?, me revolví. Pues, andando.
Eché a andar y todos se incorporaron y luego todos me siguieron, saltando sobre los escombros. Uno, un guardia de asalto, embravecido de pronto, me dio la mano. Vamos, que no se diga. Corriendo hasta aquella casa, María Teresa.
Fue en aquel momento cuando yo comencé a sentir junto a mis pies algo así como piedrecitas que caían, como esquirlas que golpeaban el suelo. Eran las balas. No las había oído nunca, no me daba cuenta y por eso no sentía miedo. Corría, corría, como hacían los demás, hacia unas paredes rotas, hacia una casa con todo el techo desplomado sobre una cama de hierro, una mesa con vasos deshechos, una cómoda desventrada, un palanganero... Era la pared, la estampita de una Virgen, un retrato... Encima, el cielo. Entonces ¿la guerra alcanza a todos? Las explosiones de nuestros fusiles contestando tenían una voz profunda. La ametralladora que pusieron en la casita me dio miedo, pero sentí vergüenza y sonreí al guarda de asalto, que me volvió a tomar de la mano para saltar sobre las ruinas. Tenemos que seguir, María Teresa. Y seguimos. Pasamos corriendo los espacios descubiertos. Otra vez sentí muy cerca el chasquido que no parece peligroso y mata. Llegamos a una puerta. Entramos en un patio. Al principio no me di cuenta, pero estaba cubierto de muertos. Seguía fuera la batalla y allá, junto a mis pies, la muerte. Toda la alegría que había recorrido mis venas al correr junto a los milicianos se ensombreció. Me detuve para respirar. Vi junto a los muertos, caída y olvidada, una muñeca. Me incliné a recogerla. ¿Cuándo la perdieron las manos de la niña? Luego allá dentro hay niños, pensé confusamente avergonzada. ¿En qué barbarie nos habían envuelto? Levanté la muñeca y la colgué en mi cinturón. Vamos, María Teresa. Salgamos por aquí. Corrimos dejando detrás el tiroteo y salimos a un lugar de árboles. Bajo ellos, un grupo de combatientes aguardaba. ¿Qué?, preguntamos. El rancho, compañera, me respondieron imperturbables. Es la hora.
¡Cómo nos insultamos! Corría hacia nosotros Acario Cotapos. Nos abrazaba, nos besaba. ¡María Teresa! ¡Rafael! Llegó Rodolfo Halfter. Dijo: «¿No iba a venir Ehrenburg?». Me costaba regresar de allá arriba. La experiencia había sido extraña. Guerra civil, me repetía interiormente. Sí, guerra civil. El guardia amigo me repetía, al sacarme hacia lugar seguro: «Tenemos que ir con tiento, el suelo está lleno de bombas de mano». Corrimos de nuevo y nos dejó a todos en un lugar a salvo donde ya no se oían los chasquidos extraños que había escuchado aquel día de Toledo por primera vez en mi vida y que eran la muerte. Aquel amigo me saludó, cuadrándose, y no lo volví a ver nunca más.
Pero la aventura toledana no había terminado. Pregunté: «¿Es una orden, camarada?». El responsable del Partido repetía, llevándose las manos a la cabeza: «Y ahora, ¿qué hacemos? Los franquistas han tomado Talavera de la Reina». Callamos todos. La noticia achicaba el mapa de la República. El hombre seguía: «Dicen que tenemos que volar el puente sobre el Tajo. Los mineros con la dinamita están ahí, pero ¿quién puede ir de responsable?». Debimos de sonreír a la insinuación porque le contestamos: «Pero nosotros somos escritores... Él es un poeta y yo una mujer...». ¿Cómo podríamos servir para hacer eso?
Pues servimos. No sé cómo pudo ocurrir aquello, pero la «noche fabricadora de embelecos» de Lope de Vega nos fue acompañando en esa loca aventura. Nunca nos hemos encontrado tan solos. Antonio, el conductor del pequeño coche Hillman que nos llevó de aquí para allá durante toda nuestra guerra, pareció encontrar muy natural aquella carrera hacia lo desconocido. Había sido corredor de carreras de autos y tenía un sentido agudísimo para detenerse o avanzar según los peligros que encontraba. Nos protegía. Hasta el último instante quedó junto a nosotros. ¿Dónde estará ahora? No supe nunca nada más de él. Otro amigo que se desvaneció.
Aquella noche se limitó a preguntar: «¿Adónde vamos?». Hacia Talavera. Pero... sí, sí, por eso. Nosotros iremos delante y los dinamiteros de Puertollano detrás. Y comenzó la noche. ¡Qué extraño que todo el campo nos recibiese con tanta paz cuando la noche era tan densamente noche! De cuando en cuando nos detenía un control. Adivinábamos que había un pueblecito, pero todo eran sombras, la noche nos recuperaba cuando perdíamos la luz del candilillo que se inclinaba para ver nuestros papeles. Nos recuperaba la noche... ¿Te das cuenta, Rafael, lo que es volar un puente? No. Rafael refunfuñaba, adormecido. La voz humana sonaba mal. Nos detuvo, de pronto, un control que nos preguntó bruscamente: «La consigna». Levantó el candilillo para mirarnos a la cara. No debimos de gustarle porque, cuando yo le di los papeles, el hombre insistió: «La consigna». La consigna se dividía en dos trozos de frase. Si, por ejemplo, te preguntaban: «¿Fascista?», tú tenías que contestar: «Cabrones», y cada noche cambiaba. Nosotros, con las prisas por ir nada menos que a volar un puente, habíamos olvidado pedir la frase que nos abriría los caminos. El candilillo se paseaba sobre nuestras mejillas lleno de sospechas. Dimos nuestros documentos. El hombre los volvía de un lado y otro sin poder leerlos. Yo le expliqué quiénes éramos y uno de los campesinos aclaró: «A ti te conocemos, pero lo que es a éste...». Rafael debió de palidecer. Pues si me conocéis a mí y sabéis quién soy, ¿cómo puedo ir con un fascista? Vamos en misión militar. Detrás vienen varios camaradas en un camión. Se echaron a reír. ¿Un camión? ¿Dónde? Vimos cómo relucían las armas de los campesinos apostados a un lado de la carretera. Ellos no se andaban con bromitas. Vamos, vamos, conque os escapabais, compañera. Mejor será que bajéis del auto. Justo cuando yo iniciaba la contraofensiva apareció el camión. Saltaron los mineros. ¿Qué ocurre? Nada, nada, compañero, nada, que la consigna es la consigna y sin ella por aquí ni Dios pasa. Adelante. Y nos saludó con un puño en alto cargado de trabajos.
¡Cuánto reímos, pero qué mal rato habíamos pasado! ¿Te acuerdas de que Ernst Toller, nuestro amigo el escritor alemán, decía que era maravilloso un pueblo como el español porque en los controles todos conocían a su poeta? Antes de seguir, pedimos a los mineros que no se equivocasen más de camino y seguimos hacia Talavera de la Reina.
La noche fue retrocediendo. Con el alba, la carretera comenzó a poblarse de carros, cochecillos, burros, mulos, caballos y de gente que ciegamente huía. Todo lo que podía servir de transporte era utilizado. Se despoblaban las aldeas. Nadie hablaba. Eran sombras, sombras que huían, huían. Detuvimos a un hombre. ¡Que vienen los moros!, nos dijo echando a andar, temeroso de retrasarse. ¡Los moros! ¿Y quién no se estremece hasta los huesos más lejanos cuando se oye ese grito por los campos de España? El general Franco, colonialista profesional, los mandaba en vanguardia al asalto de España. La leyenda de un caballo que aparecía en los pueblecitos gritando «¡Que vienen los moros!» hacía que todos corriesen y lo que era su hacienda y su trabajo y su heredad se abandonase por la vida, por ese soplo de aliento que no se podía perder. Y entre tal lamento desgarrado corríamos, corríamos hacia Talavera a cortar un puente para detener el terror. Cuando llegamos a él, vimos al fondo la pequeña ciudad y en la ribera, vivaqueando, los moros con sus fuegos encendidos. ¡Qué grande era el puente! Por él pasaba el tren. Los mineros movieron la cabeza: «Esto no lo volamos ni en quince días. No, no volaríamos el puente». La «noche fabricadora de embelecos» nos había jugado una mala pasada. Nada de lo pensado sucedería. Podían los moros comer tranquilos sus corderos. La dinamita dormiría en el camión su inútil viaje. Pero alguien se iluminó: «¿Y si volásemos los rieles del tren?».
Puente sobre el río Alberche en el ferrocarril de Madrid a Cáceres.
(Dr. Muñoz Urra. Memoria de la campaña contra el Paludismo, 1923-24. Cortesía de Juan Atenza).
Los dejamos trabajando. Habíamos encendido la humilde esperanza y volvimos a la Puebla de Montalbán.
Todo seguía desbandándose: mujeres, niños, soldados, viejos... buscaban la salvación huyendo de no sabían qué hacía no sabían dónde. Ni sé cómo conseguimos llegar. Nos precipitamos a hablar con el responsable. ¿Por qué no hacéis algo? Me miraron muy sorprendidos. ¿Qué podemos hacer? Es una derrota, mira. Ya ni siquiera traen los fusiles. Un teléfono que estaba en la habitación se puso a sonar. Me precipité a contestarle. Era Madrid. ¿Qué pasa, qué ocurre por ahí? Y entonces conté todo: la huida, el éxodo de los pueblos, los fusiles mandados por México, sin estrenar, tirados al río, las gentes enloquecidas de terror. ¿Qué hacemos? Y la voz de alguien que hablaba desde el Ministerio de la Guerra me dio por toda respuesta: «María Teresa, hay que ser valiente». Le colgué el teléfono y me fui a la calle.
Hubo que empezar a detener a la gente, a convencerla. ¿No veis que están exhaustos? Fuimos hasta un pueblecín para traer muchachos decididos. Los armamos, se requisaron colchones, mantas, se abrieron las escuelas, la iglesia, ofrecíamos un poco de agua, sitio donde tumbarse, una mano amiga... ¡Ei!, no se pasa. Camarada, deténte. Espera. Ven. Los pueblecitos seguían despoblándose, los soldados comenzaban a detenerse, tumbándose donde podían, eran como sangre derramándose. Cada vez que llamaba el teléfono de Madrid apretábamos los dientes. Volaron sobre el pueblo los aviones enemigos, debían de reírse de aquella masa que iba por la carretera, por los caminos hacia Toledo, hacia Madrid... Camarada, el tren no llegará. Hemos volado las vías. Los mineros de Puertollano habían empleado por fin su dinamita. Eran mi orgullo. Se plantaron en la carretera para detener a los que, casi muertos, se empeñaban en seguir. Pasaban las horas y el teléfono de Madrid se empeñaba en decirme: «María Teresa, hay que ser valiente...». ¿Vendréis? Sí, sí. Pasó el día y se terminó toda una noche en vela. Cuando regresó el sol, presentimos que algo empezaba a endurecerse alrededor nuestro. Acudían soldados a reclamar de nuevo las armas que les habíamos quitado y que estaban amontonadas esperando las manos de los combatientes. Se habían despertado de su cansancio, de la angustia de su derrota y se ponían de pie. Hablé a gritos en la plaza para decir que no retrocederíamos un paso porque el pueblo confiaba en nosotros. Los muchachos campesinos que no me abandonaron un momento, los mineros de Puertollano que llevaban tantas horas sin dormir, se dieron de pronto cuenta de que las muchachas los estaban mirando con asombro.
Alguien gritó: «¡El tren! ¡El tren blindado está llegando!». Qué simples son las palabras que nos hacen llorar. Lloré por esa palabra «tren» que llevaba representada en mi insignia, la que no se quitó de mi pecho en toda la guerra porque me la habían dado los ferroviarios en un rapto de afecto, los ferroviarios de la estación del Norte de Madrid. Así serás comandante honorario de las Milicias Ferroviarias, me dijeron. Ahora conservo solamente un retrato, en el que tengo los ojos casi muertos de sueño porque así me sorprendió el reportero norteamericano, de no sé qué periódico, justo cuando me dijeron: «¡El tren! ¡El tren blindado está llegando!».
Y llegó aquel pobre tren cubierto de su pobre costra metálica, y alguien, un oficial, preguntó: «¿Dónde está el jefe del sector?». Nos quedamos mirándole sin comprender bien lo que decía y uno de aquellos muchachos me señaló a mí. El oficial se cuadró militarmente y me dijo: «Vengo a relevarla». Yo le estreché la mano. Rafael me ayudó a echar a andar.
Nos sentamos ante una mesa. ¿Quieres tomar un poco de leche? No oía, no entendía lo que me estaban diciendo porque el sueño me había agarrado por su cuenta. Extendí el brazo, apoyé la cabeza y me quedé dormida horas y horas sin que nadie se atreviera a despertarme.
Y todo aquello nos había ocurrido por seguir las indicaciones de un joven oficial de Estado Mayor, hoy general de un ejército que no es el de España.
La Junta de Incautación del Tesoro Artístico no fue demasiado ayudada por nosotros en aquella ocasión toledana, pero lo mismo había ocurrido a Emiliano Barral cuando fue a convencer al alcalde de Illescas para que le dejara llevar los grecos a Madrid. ¿Y si luego no vuelven?, le dijo cazurramente el buen hombre. Y tenía razón, porque nuestra guerra nos obligaba a improvisarnos continuamente. Cuando por fin el alcalde se decidió a llevar los cuadros al Banco de España, la cosa resultó peor porque la protección de los sótanos del banco cubrieron los viejos cuadros de una floración que, al añadirse a las velas quemadas ante ellos durante siglos y a la poca destreza para limpiarlos, convirtió los grecos en una oscura sombra de lo que fueron. Mil doscientos reales habían dado al Greco por el retablo del Hospital de la Caridad de Illescas, pero nadie le prometió cuidarlo. Se firmó la compra el 20 de agosto de 1603; en agosto de 1936 quedaban en depósito; en octubre de ese mismo año la Junta de Protección del Tesoro Artístico pidió por radio que se presentase el alcalde del pueblo, que era el depositario de las llaves, para convencerlo del peligro que amenazaba a los cuadros. No dio resultado y la Junta reclamó autorización de la Dirección de Bellas Artes para que el director del Banco de España consintiera en abrir las cajas. ¿Y el alcalde? Pues creo que ni alcalde ni llaves se encontraron jamás. Lo que sí recuerdo es que los cuadros ilustres estaban cubiertos por una capa vegetal parásita que daba miedo, habiendo casi desaparecido la Virgen de la Caridad y, del todo, la coronación de la Virgen. Allí empezó el milagro.
La sala de restauraciones del Museo del Prado puso manos a la obra de restauración. El proceso de recuperación tiene mucho de magia. Poco a poco fuimos asistiendo al prodigio. Sobre la piel muerta de los cuadros, las manos habilísimas iban abriendo rompientes y ventanas por donde iban despertándose ángeles y santos, cubriéndose de luces y colores. Dicen los especialistas en el Greco que éste preparaba sus cuadros con varias capas de temple, «dejando al óleo la tarea de reforzar, retocar y enriquecer». Lo que positivamente nos estaba reservado admirar, en aquella sala del museo tan callada y olorosa a barnices, mientras nuestro Madrid vivía su heroísmo polvoriento de explosiones, era el prodigio de ver un cuadro de Doménico Theotocópulos como si acabasen de dejarlo sus manos. Así vimos a la Virgen de la Caridad abriendo su manto como una choza para guarecer ángeles con golilla, que no eran más que caballeros pálidos, y tuvimos la sorpresa de ver cambiada en plata la escribanía ante la que san Ildefonso escribe y siempre creíamos de oro. Enmudecimos al llegar los grecos nunca vistos; por ejemplo, el que descubrió Tomás Malonay, en Daimiel, que era una Adoración de los pastores, y otro que no recuerdo quién trajo del convento de las monjas de Cuerva: San Francisco ante la Cruz.
Fuentes:
- León, María Teresa “Memoria de la Melancolía”. 1999.
- Ilya Ehrenburg. No Psaran! Ispania, Tom II. www.icp.org/browse/archive/objects/no-psaran-ispania-tom-ii)
- https://toledoolvidado.blogspot.com/2008/09/la-orden-de-toledo.html
Más información sobre el Patrimonio Artístico durante la Guerra Civil en:
- García Martín, Francisco. 2009. “El Patrimonio Artístico durante la Guerra Civil en la provincia de Toledo”. https://bibliotecadigital.diputoledo.es/pandora/viewer.vm?id=51529
- García Martín, Francisco. 2010. “Un toledano de adopción: Tomás Malonyay”. https://www.realacademiatoledo.es/wp-content/uploads/2014/02/files_anales_0044_06.pdf
Notas:
1. Por favor, si copias, no me importa, pero cita el blog https://vestigiosguerraciviltoledo.blogspot.com
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