sábado, 20 de julio de 2024

Libro: “La Guerra en España” de Leopoldo Nunes

Leopoldo Antonio de Carvalho Nunes (1897-1988) fue un periodista y escritor portugués que acompañó a las tropas sublevadas en los frentes de Andalucía, Extremadura y Toledo en 1936 como corresponsal redactor de “O Século” (El Siglo).


A parte de sus crónicas del periódico, Nunes escribió dos libros referentes a la Guerra Civil, “A Guerra em Espanha” y “Madrid Tragica”, ambos traducidos al castellano. En el caso de “A Guerra em Espanha” por Fernando Sánchez Monís, otro escritor español que fue hijo de José Sánchez Gerona.



Leopoldo Nunes con Queipo de Llano.


A continuación se muestran unos extractos de la toma de Torrijos y del puente del Guadarrama y de la visita de los periodistas a la ciudad Toledo el día 29/09/1936:



Torrijos fué tomado por la columna Castejón, que, saliendo de Santa Olalla, avanzó por Alcabón, cuyos habitantes no permitieron que los rojos se defendieran.


La columna se acercó a Torrijos por el Oeste, un poco al Sur de la línea férrea.


Por la carretera de Toledo, venía de Maqueda otra columna que batió con artillería por el Norte a las fuerzas comunistas.


En un movimiento fulminante, Castejón cortó la retirada a los rojos por el Sur, y de un arranque entró en la población, apoderándose de la estación de ferrocarril y cortando, sin pérdida de tiempo, las líneas, para impedir que vinieran trenes de Madrid. Después ocupó los conventos y otros edificios importantes.


Los comunistas dejaron gran número de muertos.


La cantidad de armamento abandonado era considerable. En el ataque, Castejón accionó verdaderamente por sorpresa, llegando a hacer fuego sobre los enemigos a menos de cien metros.


También en esta acción intervinieron los aeroplanos. Uno de los aparatos marxistas, enarboló en un momento dado una bandera blanca, y fué a colocarse en medio de dos aviones de caza nacionalistas, que lo escoltaron hasta el aeródromo.


En el momento en que íbamos hacia las líneas de vanguardia, seis trimotores de Madrid vinieron a Torrijos, lanzando treinta y dos bombas. Pero al fin pasó el temporal. Al otro día, las tropas, que ya estaban mandadas por el general Varela, tomaron las posiciones de Rielves y de Villamiel y la estación ferroviaria, que está a cinco kilómetros del último pueblo. Tuvieron que atravesar el río Guadarrama a vado, pues el puente había sido volado por la aviación marxista, yendo después a tomar posiciones en un monte cercano, quedando así a trece kilómetros de Toledo.


Allí, a un kilómetro del puente del Guadarrama, hubo el más violento de los combates a que asistí. Presencié las emocionantes fases de la lucha entre aviones, siempre rematadas por la caída de aparatos. Los marxistas perdieron ocho aviones, cinco de los cuales eran trimotores; los nacionalistas, sólo un trimotor.


Llevando por delante siempre a los marxistas, tres o cuatro veces superiores en número, los nacionalistas atacaron y tomaron Bargas, donde la resistencia marxista fué dura. Entonces quedó a la vista Toledo.



XI

Una página de epopeya: ¡Toledo!


TOLEDO, 29. Hoy ha sido cuando hemos visitado Toledo los periodistas.


A las diez de la mañana salimos de Talavera, alegres con la perspectiva del espectáculo que iba a deparársenos.


Las informaciones que hasta entonces habíamos recogido no daban una idea muy precisa del estado en que íbamos a encontrar a la vetusta ciudad. Nos habían hablado de escenas horrorosas y de barrios enteros arrasados. Pero todo eran noticias vagas.


Hacía frío, pero esto no parecía interesar gran cosa a los legionarios que en interminable fila de camiones marchaban para el frente.


Por la carretera, los ya habituales destrozos. El esqueleto de un avión rojo, un montón de hierros retorcidos por el fuego, una casa en ruinas, en fin; el escenario trágico de la guerra.


Al paso por Maqueda nos dijeron que hacía poco había sido repelido un ataque de los marxistas, desencadenado después de una preparación artillera. Como se podrán ustedes figurar, las tropas del general Franco se mantienen en constante vigilancia y saben de antemano los planes del enemigo.


Más allá vimos montones de cadáveres que atestiguaban trágicamente el ataque.

A poco llegamos a Torrijos. Sonrientes, grupos de legionarios levantaban el brazo y nos saludaban con resonantes gritos de ¡Arriba España!


Cerca de la carretera, una batería de cañones mostraba sus bocas vigilantes prontas a vomitar metralla.


Durante algún tiempo nos siguieron en el aire dos aviones nacionalistas.


Al llegar a Venta de Guadarrama, nos encontramos con los generales Franco y Millán Astray, que también iban para Toledo, en donde les esperaba el general Varela con su Estado Mayor.


Franco, al ver a los periodistas sonrió y les agradeció las felicitaciones por la toma de Toledo.


Tuvo palabras de conmovido aprecio para con Portugal, y nos dijo:

-«Los portugueses y los españoles son hermanos. Todo está dicho con esta frase».


Después de cambiar impresiones con Valera, Franco autorizó a nuestra caravana para que prosiguiese el camino. Nuestro auto, precedido por el de los altos mandos, marchó a gran velocidad por la carretera, que el paso de tractores y camiones de mucho peso había averiado mucho.


Paseábamos la vista por el campo, y de vez en cuando aparecía un enorme cráter abierto por la explosión de una bomba.


Llegamos a un monte, a dos kilómetros de la ciudad, y Toledo surgió ante nosotros. Estábamos invadidos por indescriptible emoción. De entre el caserío, casi destruído, solamente se levantaba la torre de la Catedral. Del Alcázar nada se veía, cuando siempre había sido una masa austera que se había destacado sobre el azul del cielo. Todos nos miramos en silencio, en una interrogación muda. ¿Qué íbamos a ver dentro de la ciudad si de fuera la impresión era ya angustiosa? Deseábamos al mismo tiempo que el auto llegase en seguida y que tardase una eternidad. 


Presentíamos que una tragedia de esta guerra tremenda iba a rasgar nuestra frente para mostrarnos cuadros terribles de destrucción.


Entramos por la puerta de Alcántara, y después quedó en nosotros una impresión de horror.


Allí, de la mayoría de las casas, sólo quedaban los muros exteriores, que el fuego ennegreció. Las ventanas nos parecen órbitas vacías de calaveras. Dentro se ven montones de cosas distintas.


Me fijé en un trozo de espejo que reflejaba el cielo azul sembrado de pequeñas nubes parduzcas.


Más adelante, vimos nubes de humo blanco que salían de un grupo de más de treinta casas.


Las paredes ennegrecidas se sucedían. Delante de una casa había un montón de muebles despedazados, papeles, loza, todo destrozado. Bajo nuestros pies, crepitaban los trozos de vidrio. Por medio de todo esto, se encontraban çadáveres que desprendían un olor horrible.


Los rojos habían saqueado todo en su alucinación sangrienta.


Me contaron que corrían por las calles bramando de rabia, disparando a tontas y a locas, matando inocentes, entre ellos hasta viejos de ochenta años.


El grito U. H. P. les salía de la garganta como aullidos de lobos hambrientos.


Se veían perdidos y, en la imposibilidad de resistir, se cebaban en viejos, mujeres y niños.


Cadáveres, más cadáveres. A nuestro alrededor siempre el olor agonizante de la putrefacción.


Al cuerpo descabezado de un miliciano, sigue el de un guardia de Asalto, cuyo vientre está destrozado por un casco de metralla.


Nos apartamos temiendo volver a ver aquello.


En la plaza de la Constitución nos vemos forzados a subir un montón de escombros de más de tres metros de altura. Maderas, hierros retorcidos, piedras, y una infinidad de restos de cosas, que todavía hace días decoraban habitaciones de gente pacífica.


Los vándalos asaltaron iglesias, las profanaron e incendiaron y destruyeron obras de arte magníficas.


Me pregunto: ¿Dónde están esos hombres civilizados, inteligentes, que tanto se escandalizan por cosas nimias? ¿Dónde están que no elevan un grito de protesta unánime que llegue al mundo entero y que demuestren lo que es la «civilización» comunista? ¿Dónde están?


Delante de nosotros se presentaban constantemente montones de ruinas. Seguíamos avanzando en grupo, pero ninguno osaba hablar. Buscábamos ansiosamente una casa que tuviese su fisonomía normal. Pero era pretensión va- na. Por fin vimos, alzándose delante de nosotros, una montaña altísima de escombros. ¿Qué era aquello? Alguien nos dijo en voz baja, en un tono de gran emoción:¡ Allí estaba el Alcázar!


¡El Alcázar! Paramos para abarcar aquel escenario grandioso y terrible. Entramos dentro tropezando, los ojos empañados de lágrimas. ¡El Alcázar!


Sólo queda de él en pie las paredes exteriores Norte y Sur, pero en evidente riesgo de ruina. Dentro, el caos. Todo destrozado, todo hecho pedazos en un conjunto atroz. Bien nos había dicho nuestro acompañante: «Allí estaba el Alcázar». En el centro del patio, el monumento de Carlos V ya no existe. Fué arrasado por las granadas, que redujeron a escombros la preciosa biblioteca, el aula de Ciencias y el Museo Militar.


Unos a otros nos decimos:

-¡ Salvajes, la reconstrucción es imposible!


Todavía intentamos seguir esta dolorosa peregrinación por entre estas ruinas, que la sangre generosa de los héroes volvieron sagradas.


Los destrozos forman verdaderas murallas que imposibilitan la marcha. Allí está el resultado de más de diez mil granadas, de diferentes calibres, disparadas por los cañones rojos a cerca de mil seiscientos metros de distancia; de más de quinientas bombas de aviación, de los envases de líquidos inflamables, de las centenas de bombas de dinamita…


Montañas de piedra enormes, tablas de madera, agujeros, que semejan grandes heridas, es lo que queda del exterior. Sólo restan los subterráneos.


Salimos. En la explanada del Alcázar, hay muchos cadáveres de marxistas que intentaron un último ataque y que fueron segados por las ametralladoras de los heroicos defensores. Más adelante se ve el Hospital de San Juan, en donde un grupo de marxistas se refugió para la defensa. Unos pagaron con la vida sus infamias, otros fueron cogidos prisioneros.


Las paredes están acribilladas de balazos; los tejados, abiertos por la fuerza de las granadas.


Todo el barrio que rodeaba al Alcázar, está en ruinas.


Toledo, mártir, nos abre el escenario de la tragedia. Ahora los defensores del Alcázar están formados en el patio, heridos, macilentos, desarrapados, con ojos brillantes por la fiebre. Allí están sólo los supervivientes; los otros duermen el último sueño en aquel mausoleo formidable. Allí veo a los cadetes. Cinco de ellos vinieron de Madrid al enterarse de la sublevación de Marruecos; otros dos también se refugiaron en el Alcázar cuando supieron la noticia del Movimiento. En total, siete.


Enfrente de ellos está Franco, rodeado por los generales Varela y Millán Astray.


Al fondo, tropas de armas relucientes, y el pueblo -el buen pueblo de Toledo, que sufrió horrores y maldice a las hordas comunistas.


Suena lenta y conmovidamente la voz del general Franco, con palabras cortas, que caen en el silencio de las ruinas y tienen eco en los corazones de los que las pisan: «Defensores del Alcázar ¡Sois la honra de España! El viejo Alcázar que formó generaciones de oficiales, está destruido. Construiremos otro y vosotros serviréis de ejemplo. Vamos a reconstruir a España y hacer un Imperio. ¡Viva España!»


Un clamor formidable le respondió. Alto, muy alto, como dorada abeja, un avión nacionalista describía círculos en el espacio en figuras de acrobacia suicida.


Habló después el general Millán Astray, de su emoción y del orgullo que sentía de ser español. Sus frases entraron en el espíritu de los defensores del Alcázar, que se abrazaban llorando, mientras el pueblo y los soldados gritaban, locos de entusiasmo, con voz embargada por la emoción: «¡Viva España!»


Esta escena fué digna apoteosis de la tragedia que vivieron en el Alcázar sus gloriosos defensores.


Y todos nosotros hasta los que aquí vivieron el espectáculo de presenciar la cruenta lucha nos juntamos en vibración profunda con estos hombres de hierro.



Fuentes:



Notas:

 

1. Por favor, si copias, no me importa, pero cita el blog https://vestigiosguerraciviltoledo.blogspot.com

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